jueves, 23 de abril de 2009

La vida en bolsitas II

Hoy es el cumpleaños del gordito y seguramente para él este último año ha sido el mas intenso, triste y desesperante que ha vivido, sin embargo para todas las personas que lo amamos este año ha sido un bello regalo de la vida. Tal vez dentro de su dolor no recuerde lo mal que se sentía precisamente el 24 de abril del 2008 cuando estaba internado en el Hospital General (por cierto muy mal servicio), pero yo lo recuerdo y realmente lucía muy mal, de hecho tal vez nunca se lo dijimos con claridad pero estuvo muy cerca de la muerte. Así que la diálisis con todo lo molesto y fastidioso que pueda llegar a ser, también ha sido su fuente de vida, de ahí el título del post. Dicen que un paciente dializado pasa por varias etapas y justamente encontré un blog en donde un señor de 43 años las describe muy bien, curiosamente se llama Alejandro y copiaré algunas reflexiones que hace:

Es que creo que estos dos años y pico de diálisis han tenido diferentes fases en mi (digamos) “psicología de paciente dialítico”.

La primera fase se caracterizó por lo que yo llamaría “el sabor de la tragedia“. La sensación, que creo que compartimos todos los que estamos en ésta cuando recibimos la noticia de que nuestra vida cambiará irremediablemente por el tratamiento, de que nuestra vida cotidiana, tal como estaba armada, se está viniendo abajo como las Torres Gemelas de Nueva York.

Esta primera fase se caracteriza, al menos por lo que recuerdo, por la palabra “pérdida“. El duelo es gigantesco, es una herida abierta que sangra y sangra. Hay dolor. No sé si rabia: sí hay dolor, al menos durante los primeros días, luego de que uno recibe la noticia, luego (en mi caso) de la entrevista con el nefrólogo.

Sin embargo, para matizar un poco la carga dramática diré que en mi caso hubo dolor, sí, pero extrañamente mezclado con una sensación de alivio muy poderosa: es que desde hacía un par de meses los síntomas de la Insuficiencia Renal Crónica Terminal estaban haciéndose notar cada vez más.

Efectivamente: picazón en brazos, piernas, abdomen y espalda (por los ya elevados niveles de urea y fósforo en sangre); cansancio al caminar por más de dos cuadras o por estar de pie más de 15 minutos seguidos y chuchos de frío aún con temperaturas agradables (por los bajos niveles de hematocrito); dificultades en la coagulación, que verificaba cada vez que me afeitaba (por la urea elevada); calambres espantosos en manos, pies y piernas, que a veces me despertaban sobresaltado en medio de la noche con la sensación de que estaban haciéndome girar la pierna derecha sobre su eje, con un dolor insoportable al costado de la rodilla; y un extraño hormigueo en las piernas que a veces no me dejaba conciliar el sueño y me generaba la necesidad irresistible de moverlas permanentemente (luego aprendería que eso se llama “síndrome de piernas inquietas“, una neuropatía que afortunadamente –toco madera– no volvió a joderme).

De modo que la entrada en diálisis, si bien significó una pérdida de las libertades que habitualmente manejaba, también supuso la certeza de una mejoría concreta en mi estado de salud. Y, por qué negarlo, en una dieta mucho menos restrictiva que la que estaba llevando hasta ese momento.

Hubo una segunda fase, que podríamos decir que abarca desde la sesión número uno de diálisis y durante los tres o cuatro primeros meses, en los que de alguna manera todo es novedad. Es el que podríamos llamar “período de adaptación“, cuando uno se va habituando a las rutinas: los técnicos en diálisis, las agujas, las máquinas, averiguar cómo funciona una máquina de diálisis,etc.

La tercera fase quizás haya sido la más “pesada”. Y (en mi experiencia) la más larga. Y la menos perceptible, aunque esto pueda parecer paradójico luego de leer lo que sigue, ya que creo que es la fase que más secuelas me dejó. Es la que yo llamaría “sentirse (y creerse) incapaz“.

Eso sí: me parece que esta fase y las que le sigan serán mucho más personales y subjetivas que las otras. Se me ocurre que, si diálisis es un camino de vida (metafórica y literalmente hablando, lo digo en ambos sentidos) en algún punto cada paciente transita, tal cual como sucede con la vida de cada uno de nosotros, caminos muy particulares. Que, por supuesto, tendrán puntos en común (en la vida cotidiana todos nos despertamos, nos lavamos los dientes y nos bañamos, aunque algunos tengamos la fortuna de ir a trabajar y otros estén desocupados, por ejemplo), pero que en alguna medida luego se van bifurcando, de acuerdo al cuadro clínico, la edad, la afección que terminó con nuestros respectivos riñones y –esto muy importante– la psicología de cada quien.

El hecho es que mi tercera fase estuvo bastante marcada por la palabra “autocompasión”. Que se manifestó, como no podía ser de otro modo, en la mayoría de los ámbitos de mi vida, especialmente en el laboral y en el familiar. ¿A qué me refiero con eso de la autocompasión? Sencillamente, a algo que yo podría llamar una “excesiva atención a la enfermedad”. O al tratamiento. O a ambos. A un énfasis quizás un poco injustificado en atender a ciertas vulnerabilidades, y (aquí está lo peligroso) dejar que se fueran transformando en incapacidades. O mejor aún: en la creencia en que se trataba de incapacidades que, con el tiempo, iría descubriendo que no eran tales.

Me sentía muy diferente al resto. Recuerdo muchas veces el ir por la calle, o en cualquier medio de transporte público, mirar a la gente y pensar “ellos tienen mucha suerte y no lo saben: sus riñones funcionan”. Llegué a calcular, casi imperceptiblemente, que en las (por ejemplo) 12 personas que podía ver rodeándome en el vagón del subte (”metro” o “subterráneo”, para los no rioplatenses) había 24 riñones… Llegué a sentirme diferente por orinar poco (hoy ya casi no orino).

Permanentemente me perseguía esta sensación de tristeza por la diferencia respecto del resto de las personas. Sentía que había una “delgada línea roja” que me separaba del resto del mundo. Se me podrá decir que de mi mismo lado de esa línea estaban mis compañeros de diálisis. Sí, como poder se podrá. Pero no era lo que yo sentía. Porque (al menos en mi turno) mis compañeros, todos ellos, son al menos un par de décadas mayores que yo. Todos tienen de 60 años de edad para arriba. Soy un “pendex” entre “jovatos” con mis 43 años… Así que dentro de la sala de diálisis yo sentía que la “delgada línea roja” rodeaba a la perfección mi camilla, dejándome, allí también, afuera del resto.

También llegue a sentir que si la muerte está a 10 kilómetros de cualquier persona cuarentona y sana, bueno, gracias a mi situación yo estaba 5 kilómetros más cerca. Y que estaba rodeado de vulnerabilidades que en cualquier momento podrían eclosionar en mi despedida de este mundo, aunque suene fatalista.

Pero resulta que desde hace unos meses esa sensación de “desvalidez”, de vulnerabilidad, de estar en inferioridad de condiciones, se fue disipando. Me fui dando cuenta de que aún en diálisis son un montón las cosas que puedo hacer. Y de que si las puedo hacer es, paradójicamente, gracias al tratamiento, porque de lo contrario lo único que podría estar haciendo ahora es tocar el arpa (o la guitarra, que sé hacerlo y me gusta más) junto a San Pedro.

Alejandro Marticorena


Desafortunadamente la diabetes de mi hermano Alejandro, además de haberle provocado la Insuficiencia Renal Crónica y por consiguiente la necesidad de diálisis peritoneal, hace unos días terminó por afectar la visión de uno de sus ojos y como es de suponrse, esta noticia lo desarmó nuevamente.

Yo entiendo perfectamente que no hay palabras que consuelen o hagan sentir menos su dolor, sin embargo, como explicarle que a pesar de todo, no está tan mal como otros y que incluso ha sido muy afortunado porque a pesar del tipo de diabetes que tiene, los estragos que esta causando, se retrasaron bastante y que siguiendo sus tratamientos adecuadamente, podrá tener una cálidad de vida bastante aceptable y que tendrá mas oportunidad de vivir todas esas cosas que viven los cincuentones, los abuelos e incluso los ancianos.

Como explcarle que aún tiene vida, un ojo sano, manos, brazos, piernas, corazón y sobre todo mucho amor para darnos, porque el es un ser amoroso y noble que nos ha dado una increíble lección de vida, que gracias a él ahora entendemos perfectamente el significados de las palabras: familia, solidaridad, apoyo, amor.

Tiene que saber que todos lo necesitamos, que sus hijos requieren su consejos, sus besos, su mano, que mis padres morirían en vida el día que él decida ya no seguir luchando, que todos lo que lo amamos, agradecemos tanto a la vida porque nos dá la oportunidad de convivir con él.

Hoy en su cumpleaños tiene que saber que si está aquí es por algo, que quedan muchas cosas por hacer, por sentir, por vivir. Que es inteligente y capaz de seguir adelante, que es un luchador nato, no puede darse por vencido, no a sus 51.

No quiero decirle nada que ya le hayan dicho, porque decir que lo sentimos es solidario pero no real, porque solo él sabe lo que siente y sin embargo yo solo le pediría que pensara una cosa: ¿vale la pena seguir luchando?

Finalmente la diferencia entre una enfermedad crónica y una terminal radica en que en la primera existe la posibilidad de seguir viviendo, en la segunda ya no.

Los seres humanos somos muy egoístas, hoy precisamente gente está muriendo por lo que creían una simple gripe, la muerte es pues impredescible y sin embargo nos quejamos, renegamos y nos conmiseramos cuando deberíamos estar agradecidos por la oportunidad de seguir viviendo. Cada día debemos de celebrarlo, pero hoy en especial te doy gracias a tí gordito, por regalarnos tu calor un día más, un año más.

¡Feliz Cumpleaños!


P.D. Ya me trague todas las zanahorias de los chiles porque al fin y al cabo ni te gustan jajaja.

















 
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